Dilthey nació en Biebrich, Renania, en 1833. Estudió en la Universidad de Berlín, posteriormente enseñó en Basilea, Kiel, Breslau y finalmente en Berlín, como sucesor de Lotze. En los últimos años de su vida, al retirarse de la cátedra universitaria, tuvo como costumbre reunir en su casa a un grupo de discípulos con quienes compartió su pensamiento. (1)
Dilthey es el representante más destacado del historicismo alemán contemporáneo. Su vastísima producción comprende estudios sobre el problema del conocimiento histórico, y la investigación científica, obras historiográficas y ensayos sobre poesía ética, estética, pedagogía, filosofía de la política y la crítica literaria. Su trayectoria académica fue brillante, pero su influencia no se dejó sentir hasta después de su muerte ocurrida en Suisi, Bolsano, en 1911. (2)
Elaboró una teoría del “tiempo”, la cual influyó en Heidegger y el existencialismo. Su filosofía se prolongó en Spranger, Oswald Spengler, A.J. Toynbee, M. Weber y W. Sombat; también en Ortega y Gasset, pero sobre todo en E. Imaz, quien tradujo al castellano loa mayor parte de sus obras, entre ellas: Introducción a las ciencias del espíritu; hombre y mundos en los siglos XVI y XVII; De Leibniz a Goehte; Vida y poesía; Hegel y el idealismo; Psicología y teoría del conocimiento: Teoría del mundo histórico; Teoría de la concepción del mundo. (3) Textos fundamentales
Quiero expresar la más calurosa gratitud al grupo de favorecedores, amigos y discípulos, que me han honrado con su homenaje y me han alegrado con el obsequio de mi retrato -¡y de tal mano!-, y además con esta hermosa fiesta. No había aceptado en este día ninguna fiesta oficial (4): esta ofrenda espontánea de carácter personal me llena de la más profunda gratitud.
Cuando vuelvo los ojos hacia mi vida, tengo que reconocer con agradecimiento muchas venturas. Ante todo, he podido llegar a ver realizado el anhelo de mi juventud: la unidad de nuestra amada nación alemana y el desarrollo más libre de sus instituciones vitales. Luego, como lo más inmediato, que he podido seguir mi inclinación a comportarme de un modo contemplativo y meditador frente a la vida universal. Una actitud independiente en el círculo más amplio.
¡Ciertamente, nosotros los profesores de la Universidad tenemos una excelente profesión! Luego, una vida familiar venturosa. Mi insaciable necesidad de amistad ha tenido correspondencia. Recuerdo con dolor a los que han muerto ya, a mi maestro Trendelenburg, luego a Bernardo Erdmannsdörffer y al conde Yorck (5). Tengo su recuerdo siempre presente estos días.
Con cordial agradecimiento veo a mi alrededor amigos fieles antiguos y nuevos, y mis pensamientos buscan a Eduardo Zeller en su tranquilo retiro.
Pero entre mis amigos tengo hoy que dar aún gracias especialmente a mi amigo profesor Goldscheider, que ha hecho pasar hasta ahora a mi cuerpo gastado, a través de toda clase de peligros, por medio de su ingenioso arte.
Siempre he considerando a mis discípulos como amigos míos. Hoy es para mi una necesidad particular darles gracias por lo que han sido para mí, por el amor y lealtad que se manifiestan en innumerables cartas, y a los que correspondo de corazón.
He intentado comunicarles métodos de investigación: el arte de analizar la realidad, que constituye al filósofo, el pensamiento histórico. No tengo ninguna solución del enigma de la vida, pero el temple vital que se ha producido en mí por la meditación sobre las consecuencias de la conciencia histórica, eso sí quisiera comunicárselos.
La forma sistemática es ciertamente imprescindible en la esfera del conocimiento, pero a la vez es una limitación. Ese sentido de la vida que nace de la conciencia histórica cuando se eleva en el pensamiento al conocimiento de su importancia, es lo que quiero comunicarles. Le hubiera dado hoy con gusto expresión. Pero toda expresión de una doctrina es demasiado difícil y demasiado fría. Ahora bien, el amigo Wildenbruch me ha enseñado un camino. Le agradezco sus palabras. Siempre ha sido la más hermosa ventura para hombres y mujeres ser alabados por el poeta. Pero al haber invocado en mí al poeta, sea él mismo responsable si el montón de ceniza vuelve a encenderse e intento expresar el sentido de la vida que ha brotado de la labor filosófica de tantos años, no en versos –no teman nada-, pero sí, al menos, un poco poéticamente.
Hace más de un decenio. En una clara tarde de verano había llegado yo al castillo de mi amigo Klein-Oels. Y, como siempre ocurría entre él y yo, nuestra conversación filosófica se prolongó hasta ya entrada la noche. Todavía resonaba en mí cuando me desnudaba en el dormitorio que de antiguo me era familiar. Permanecí aún largo rato, como tantas veces, ante el bello grabado de la Escuela de Atenas de Volpato, que estaba encima de mi cama. Gozaba yo aquella noche muy especialmente cómo el espíritu armonioso del divino Rafael ha suavizado la disputa de los sistemas que se combaten a vida o muerte en un apacible coloquio. Sobre estas figuras, ligeramente vueltas unas hacia otras, se extiende el espíritu de paz por primera vez en el crepúsculo de la cultura antigua se esforzó por conciliar la enérgica oposición de los sistemas, y que después, en el Renacimiento, actuaba también en los más nobles espíritus.
Rendido de cansancio como estaba, me acosté. Me dormí enseguida. E inmediatamente un agitado sueño se apoderó del cuadro de Rafael y de los coloquios que habíamos tenido. En él se convirtieron en realidades las figuras de los filósofos. Y desde muy lejos veía yo por la izquierda acercarse al templo de los filósofos una larga fila de hombres vestidos con los variados trajes de los siglos sucesivos. Siempre que pasaba uno junto a mí y volvía hacia mí su rostro, me esforzaba por reconocerlo. Era Bruno, Descartes, Leibniz, tantos otros, como me los hubiera imaginado por sus retratos. Subieron las escaleras. Conforme se agrupaban, desaparecían los límites del templo. En un amplio campo se mezclaron entre las figuras de los filósofos griegos. Y entonces sucedió algo que me asombró incluso en mi sueño.
Como impulsados por una fuerza interior, tendían unos hacia otros, para reunirse en un grupo. Primero se dirigía el movimiento hacia la derecha, donde el matemático Arquímides traza sus círculos y se puede reconocer al astrónomo Ptolomeo por el globo terráqueo que lleva. Luego se reúnen los pensadores, que fundan su explicación del mundo en la firme naturaleza física universal, que avanzan por tanto, de abajo a arriba, que quieren encontrar, partiendo de la conexión de las leyes naturales mutuamente dependientes, una explicación causal unitaria del universo, y subordinan así el espíritu a la naturaleza, o bien se resignan a reducir nuestro saber a lo que puede conocerse por el método de las ciencias naturales. En el grupo de estos materialistas y positivistas reconocí también a DAlembert por sus rasgos finos y la irónica sonrisa de su boca, que parecía burlarse de los sueños de los metafísicos. Y vi. también allí a Comte, el sistemático de esa filosofía positiva, a quien escuchaba respetuosamente un círculo de pensadores de todas las naciones.
Y luego se agolpaba otro grupo hacia el centro, donde se encontraba Sócrates y la noble figura de anciano del divino Platón: los dos que han intentado fundar en la conciencia de Dios en el hombre el saber acerca de un orden universal suprasensible. También vi allí a San Agustín con su corazón apasionado en busca de Dios, en torno al cual se habían reunido muchos teólogos especulativos. Oía yo su conversación, en la cual tendían a unir el idealismo de la personalidad, que es el alma del cristianismo, con las doctrinas de aquellos venerables antiguos.
Y entonces se separó del grupo de los investigadores matemáticos de la naturaleza, Descartes, una figura delicada y frágil, como consumida por la potencia del pensamiento, y fue atraído como por una fuerza interior hacia esos idealistas de la libertad y de la personalidad. Pero luego se abrió un círculo entero, cuando se acercó la figura ligeramente encorvada, de miembros delgados, de Kant, con triconio y bastón, las facciones como petrificadas en la tensión del pensamiento: el gran filósofo que ha elevado el idealismo de la libertad a la conciencia crítica y lo ha conciliado así con las ciencias experimentales. Y frente al maestro Kant subió las escaleras con paso aún más juvenil una espantosa figura, con noble cabeza, pensativamente inclinada, en cuyos melancólicos rasgos se mezclan el pensamiento profundo y la mirada poética indealizadora con el presentimiento de un destino que se abate sobre él: el poeta del ideaismo de la libertad, nuestro Schiller. Ya se aproximaba Fichte y Carlyle. Ranke, Guizot y otros grandes historiadores me parecían escuchar a estos dos. Pero sentí un extraño escalofrío cuando vi junto a ellos a un amigo de mis mozos, Enrique von Treutschke. (6)
Apenas se habían reunido éstos cuando también a la izquierda se agruparon pensadores de todas las naciones en torno a Pitágoras y Heráclito, que vieron por vez primera la divina armonía del universo. Era curioso ver –de acuerdo como en uss tiempos juveniles y con la fuerza de la mocedad- a los dos grandes pensadores de nuestra nación, Schelling y Hegel. Todos ellos, los heraldos de una fuerza divina espiritual difundida por todas partes en el universo, que reside en cada cosa y en cada persona y actúa en todo según las leyes naturales, de tal modo, que fuera de ella no hay ningún orden trascendente ni ningún reducto de la libertad de elección. Todos estos pensadores me parecían ocultar bajo sus rostros meditabundos almas poéticas. Se produjo entre ellos un impetuoso movimiento de avance, cuando al fin se acercó con paso mesurado una figura majestuosa de paso severo, casi rígido; me sobrecogió el respeto cuando vi los grandes ojos, brillantes como soles, y la apolínea cabeza de Goethe; era de edad madura, y todas las figuras, Fausto y Wilhelm Meister, Ifigenia y el Tasso, parecían cernerse en torno suyo: todas sus grandes ideas sobre las leyes de la formación, que alcanzan de la naturaleza a la creación humana. Y entre estas figuras máximas estaban y se movían inquietamente otras aisladas. Parecían querer mediar en vano entre la penosa renuncia del positivismo a todos los enigmas vitales y la metafísica, entre una conexión que lo determina todo y la libertad de la persona.
Pero en vano corrían afanosamente los mediadores de acá para allá entre esos grupos; la distancia que separaba a éstos crecía por segundos; entonces desapareció el suelo mismo entre ellos, pareció separarlos una tremenda lejanía hostil; me sobrecogió una extraña angustia: la filosofía parecía existir tres veces o acaso más aún; la unidad de mi propio ser parecía desgarrarse, pues me sentía afanosamente atraído tan pronto a este grupo como a aquél, y me esforzaba por afirmarlo. Y entre estos afanes de mis pensamientos, el velo del sueño se hizo más sutil, más leve, las figuras del ensueño palidecieron y me desperté.
Las estrellas resplandecían a través de las grandes ventanas de la habitación. La inmensidad e inescrutabilidad del universo me envolvió. Como liberado, pensé en las consoladoras ideas que había expuesto a mi amigo en la conversación de aquella noche.
Este universo inmenso, inabarcable, inescrutable se refleja de varios modo en los videntes religiosos, en los poetas y en los filósofos. Todos están sometidos al poder del lugar y de la hora. Toda concepción del mundo está condicionada históricamente; por tanto, es limitada, relativa. Parece resultar de esto una tremenda anarquía del pensamiento. Pero precisamente la conciencia histórica, que ha provocado esa duda absoluta, puede también determinar sus límites. En primer lugar, las ideas del mundo se han diferenciado según una ley interna. Aquí mis ideas se remontaron a las grandes formas fundamentales de ellas, tales como acababan de presentárseme mientras soñaba, en la imagen de los tres grupos de filósofos. Estos tipos de visión del mundo se afirman unos junto a otros en el curso de los siglos. Y en segundo lugar, el principio liberador; las concepciones del mundo se fundan en la naturaleza del universo y en la relación del espíritu finito que las concibe con ellas mismas. Así, cada una de ellas expresa, dentro de nuestros límites intelectuales, un aspecto del universo. Todas son, por ende, verdaderas. Pero todas son unilaterales. Nos está vedado contemplar juntos esos aspectos. Sólo podemos ver la pura luz de la verdad en un rayo refractario de distintos modos. (7)
Es una antigua y funesta combinación. El filósofo busca un saber universalmente válido, y mediante él una decisión acerca de los enigmas de la vida. Hay que resolverla.
La filosofía muestra una doble faz. La inextinguible tendencia metafísica busca la solución del enigma del mundo y de la vida, y en esto son afines los filósofos a los religiosos y a los poetas. Pero el filósofo se distingue de ellos al querer resolver ese misterio por medio de un saber de validez universal. Hoy tenemos que disolver esa antigua unión.
El comienzo y la misión suprema de la filosofía es: elevar el pensamiento objetivo de las ciencias empíricas, que deriva de los fenómenos un orden conforme a las leyes, a la conciencia de sí mismo, justificarlo ante sí mismo. Hay en los fenómenos una realidad accesible: el orden conforme a las leyes; ésta es la única verdad que nos es dada de un modo universalmente válido, incluso en el lenguaje de signos de nuestros sentidos y de nuestro entendimiento. Éste es el objeto de la ciencia filosófica fundamental. Esta fundamentación de nuestro saber es la gran función de la ciencia filosófica capital, en cuya constitución trabajan todos los verdaderos filósofos desde Sócrates.
Otra misión de la filosofía es la organización de las ciencias experimentales. El espíritu filosófico está presente dondequiera que se simplifican los fundamentos de una ciencia, o se enlazan las ciencias, o se establece su relación con la idea del saber, o se comprueban los métodos en cuanto a su valor de conocimiento. Pero me parece que está acabando la época en que había aún una filosofía separada del arte y de la religión, del derecho o del Estado. Pues ésta es la función suma de la filosofía: la fundamentación, la justificación, la conciencia crítica, la energía organizadora, que abarca todo el pensamiento objetivo, todas las determinaciones de valor y fijaciones de finalidad. El potente complejo que así se origina está destinado a guiar al género humano. Las ciencias experimentales de la naturaleza han transformado el mundo exterior, y ahora ha comenzado la edad en que las ciencias de la sociedad adquieren creciente influjo sobre ella misma.
Más allá de ese saber universalmente valido están las cuestiones de que se trata para la persona, que al fin existe para sí sola frente a la vida y la muerte. La respuesta a esas preguntas sólo existe en el orden de las concepciones del mundo, que expresan la multiplicidad de la realidad para nuestra inteligencia en diversas formas, que remitan a Una Verdad. (8)
Ésta es incognoscible, todo sistema se embrolla en antinomias. La conciencia histórica rompe las últimas cadenas que la filosofía y la investigación de la naturaleza no pudieron quebrantar.
El hombre está ahora completamente libre. Pero al mismo tiempo le salva al hombre la unidad de su alma, la visión de una coherencia de las cosas, aunque inescrutable, patente, sin embargo, para la vitalidad de nuestro ser. Podemos venerar confiadamente en cada una de estas ideas del mundo una parte de la verdad. Y si el curso de nuestra vida sólo nos aproxima aspectos aislados del complejo inescrutable; si la verdad de la concepción del mundo que expresa ese aspecto nos conmueve vivamente, podemos confiar tranquilamente es que la verdad está presente en todas ellas.
Esto aproximadamente –sólo que, claro está, como se entrecruzan los pensamientos en uno que está despierto entre sueño y sueño- eran las ideas en que medité largo rato, con la mirada vuelta al esplendor estival de las estrellas. Por último, me invadió al amanecer un ligero sopor, y los sueños que suelen acompañarlo. La bóveda estrellada me parecía resplandecer cada vez con más claridad, a medida que se esparcía la luz de la mañana. Leves y radiantes figuras se deslizaban por el cielo. En vano me esforcé, ya despierto, por recordar estos ensueños venturosos. Sólo sentía que se expresaba en ellos la felicidad de una suprema libertad y movilidad del alma.
Así he anotado este sueño para mis amigos, por si se les pudiera comunicar algo del sentimiento vital en que se va extinguiendo. Con más afán que nunca, nuestra especie intenta leer en la misteriosa e impenetrable faz de la vida, de boca risueña y ojos que miran con melancolía. Sí, amigos míos, aspiremos a la luz, a la libertad y a la belleza de la existencia. Pero no en un nuevo comienzo, rechazando el pasado. Tenemos que llevar con nosotros a los antiguos dioses a toda patria nueva. Sólo goza la vida del que se entrega...En vano buscó Nietzsche en la contemplación solitaria de sí mismo la naturaleza originaria, su ser ahistórico. Arrancó una piel tras otra. ¿Y qué quedó? Nada más que algo condicionado históricamente: los rasgos del hombre poderoso del Renacimiento.
Qué sea el hombre, sólo se lo dice su historia. En balde arrojan otros tras de sí el pasado entero, para empezar la vida, por decirlo así, de nuevo, sin prejuicios. No pueden desprenderse de lo que ha sido, y los dioses del pasado se les convierten en fantasmas. La melodía de nuestra vida está condicionada por las voces del pasado, que la acompañan. Sólo se libera del tormento del instante y de la fugacidad de toda alegría mediante la entrega a los grandes poderes objetivos que ha creado la historia. La entrega a ellos, no la subjetividad del capricho y del goce, es la reconciliación de la personalidad soberana con el curso universal. (9)
(1) MARÍAS, J. Historia de la filosofía. México: Alianza Editorial Mexicana, 1989. p. 367.
(2) MONTES DE OCA, F. La filosofía en sus fuentes. México: Editorial Porrúa, S. A., 1971. p. 469.
(3) Enciclopedia de la filosofía. Barcelona: Ediciones B, S. A., 1992. p. 241.
(4) Este trabajo –acaso lo más interesante de este volumen, y, desde luego, uno de los escritos más valiosos de Dilthey- es el bosquejo del discurso de su autor en la fiesta íntima que le fue ofrecida en 1903, con ocasión de haber cumplido setenta años. En una forma de gran atractivo literario, resume Dilthey apretadamente los puntos capitales de su filosofía, hasta el extremo de que estas páginas constituyen una excelente introducción a su pensamiento.
(5) Sobre Trendelenburg, véase nota 113. El conde Pablo York de Wartenburg, perteneciente a una familia de diplomáticos prusianos, fue gran amigo de Dilthey y sostuvo con él una importante Correspondencia filosófica.
(6) Heinrich von Treitschkle (1834-1896), historiador y político, partidario de la unidad alemana.
(7) Es la formulación más clara y precisa de la consecuencia –nada relativista, entiéndase bien- a que lleva el historismo de Dilthey.
(8) Dilthey anuncia la realización efectiva de las ciencias sociales como ciencias del espíritu o históricas, postuladas por Comte –desde distintos supuestos- al comienzo de su Cours de philosophie positive. Se trata para él de algo equivalente a la constitución de las ciencias de la naturaleza. Y así como éstas han asegurado la eficacia de la acción del hombre exterior en el mundo, las ciencias de la realidad histórica permitirán el dominio de la sociedad y de la vida humana.
(9) Dilthey termina con una enérgica apelación al ser histórico del hombre. Sólo en la historia se conoce a éste mismo; más aún: sólo en ella puede ser plenamente. El hombre no es sin lo que ha sido; lleva consigo su pasado; como suele decir Ortega, es heredero. El que intenta renunciar a la historia, renuncia a sí mismo. Porque cada uno sólo es el que precisamente es en función de esa historia inserto en ella. Si se pretende vivir y pensar prescindiendo de la altura de los tiempos en que le ha tocado a uno vivir, se vacía uno de su propio contenido, de la circunstancialidad que lo constituye y gracias a la cual se es alguien insustituible e intransferible, y se pierde la sustancialidad personal