Algunos datos personales de José Ortega y Gasset
Nació en Madrid el 9 de mayo de 1883. Estudió la licenciatura en Filosofía y Letras enla Universidad Centralde Madrid, y se doctoró en 1904. Completó sus estudios en las Universidades de Leipzig, Berlín y Marburgo (…)
Desde 1936, Ortega residió en Francia, Holanda, Argentina, Portugal y Alemania. En 1923, había fundado la “Revista de Occidente”, que se constituyó en el más importante transmisor de la filosofía europea (en especial la alemana, en concordancia con la formación de su fundador). En 1948, regresó a España y se proyectó al campo de la crítica social y cultural, así como a la meditación sobre cualquier acontecimiento, sobre su amplísima “circunstancia”. Murió en Madrid el 18 de octubre de 1955.
VALORES VITALES
Hemos visto que en todas la culturas pretéritas, cuando se ha querido buscar el e valor de la vida o, como suele decirse, su “sentido” y justificación, se ha recurrido a cosas que están más allá de ella. Siempre el valor de la vida parecía consistir en algo trascendente de ésta, hacia lo cual la vida era sólo un camino o instrumento. Ella, por sí misma, en su inmanencia, se presentaba desnuda de calidades estimables, cuando no cargada exclusivamente de valores negativos. La razón de este pertinaz fenómeno no es dudosa. Pues qué, ¿no consiste el vivir precisamente en ocuparse de lo que no es vida? Ver no es contemplar el propio aparato ocular, sino abrirse al mundo en torno, dejarse inundar por el flujo magnífico de las formas cósmicas. El deseo, la función vital que mejor simboliza la esencia de todas las demás, es una constante movilización de nuestro ser hacia más allá de él: sagitario infatigable, nos dispara sin descanso sobre blancos incitantes.
Del mismo modo, el pensamiento piensa siempre lo que no es él. Aun en el caso de la reflexión en que pensamos nuestro propio pensar, tiene que poseer éste un objeto que no sea, a su vez, pensamiento.
Ha sido un error incalculable sostener que la vida, abandonada a sí misma, tiende al egoísmo, cuando es en su raíz y esencia inevitablemente
La vida es el hecho cósmico del altruismo, y existe sólo como perpetua emigración del Yo vital hacia lo Otro.***
*Este carácter transitivo de la vitalidad no ha sido descontado por los filósofos que se preguntaron por el valor de la vida. Al notar que no se puede vivir sin interesarse por unas u otras cosas, han creído que, en efecto, lo interesante eran estas cosas y no el interesarse mismo.
Una equivocación parecida cometería quien pesase que lo valioso en el alpinismo es la cima de la montaña, y no la ascensión. Cuando se medita sobre la vida es preciso saltar fuera de ella, dejar en suspenso y sin ejecutividad todos sus movimientos interiores, y desde el exterior verla fluir, como desde la orilla se presencia el turbulento galope del torrente.
Por esto decía muy bien Fichte que filosofar es, propiamente, no vivir, y vivir, propiamente, no filosofar. Mas para que la fórmula tenga suficiente verdad es preciso entenderla en el sentido de que filosofar es el intento de sobre-vivirse, que es consustancial a la vida. Los hombres y nosotros mismos, cuando vivimos nuestra vida espontánea, nos afanamos por la ciencia, por el arte, por la justicia. Dentro de nuestro mecanismo vital son éstas las cosas que incitan nuestra actividad, son lo que vale “para” la vida. Pero, mirada la existencia desde fuera de sí misma, vemos que esas magníficas cosas son sólo pretextos que se crea la vitalidad para su propio uso, como el arquero busca para su flecha un blanco. No son, pues, los valores trascendentes quienes dan un sentido a la vida, sino, al revés, la admirable generosidad de ésta. No quiero decir con esto que todas esas grandes cosas sean ficticiamente valiosas; sólo me interesa advertir que no es menos valioso ese poder de encenderse por lo estimable, que constituye la esencia de la vida.
Es, pues, necesario, cuando se filosofa, habituarse a detener la mirada sobre el vivir mismo, sin dejarse arrastrar por él en su movimiento hacia lo ultravital.
Acontece lo que con el cristal, medio transparente a través del cual vemos los demás objetos. Si nos dejamos ir a la solicitud que toda transparencia nos hace de que pasemos por ella, sin advertirla, hacia otra cosa, no veremos nunca el cristal. Para llegar a percibirlo es preciso que nos desentendamos de todo aquello a que el vidrio nos lleva y retraigamos sobre él la mirada, sobre su irónica sustancia, que parece anularse a sí misma, y dejarse transir por las cosas de más allá.
Un esfuerzo semejante al de esta acomodación ocular se hace forzoso para contemplar la vida, en vez de acompañarla solidarizándose con sus impulsos. Entonces descubrimos en ella sus peculiares valores.
El primero de ellos va ajeno a la vida misma, tomada in genere, cualquiera que sea su dirección y contenido. Basta confrontar el modo de la existencia mineral con el propio a todo organismo vivo, así sea el más sencillo y primigenio, para obtener una clara intuición de este valor.
Siempre que de manera evidente percibamos una diferencia de rango entre dos cosas; siempre que al fijar en ellas nuestra atención notemos que espontáneamente se subordina la una a la otra, formando una jerarquía, es que “vemos” sus valores. Y en efecto, emparejada la vida más doliente y sórdida con la piedra más perfecta, notamos al punto la superior dignidad de aquélla.
Tan evidente es esta superioridad del vivir –aun entendido como mera organización somática, como zoé y no como bíos- sobre todo lo que no es vida, que ni el budismo ni el cristianismo han podido negarla. Ya creo haber indicado que el nirvana del indo no es, rigurosamente hablando, la pura aniquilación de la vida, o, dicho de otro modo, no es la muerte absoluta. Existen en la concepción asiática del mundo –y acaso esto sea lo más asiático- dos formas de existencia y de vida: la individual, en que el ser vivo se siente como una parte aislada del todo, y la universal, en que se es todo, y, por tanto, nada determinado.
El nirvana se reduce a la disolución de la vida individual en el océano viviente del Universo; conserva, por tanto, ese carácter genérico de vitalidad que, según nuestras opiniones occidentales, falta a la piedra. Análogamente, lo que el cristianismo prefiere a esta vida no es la existencia exánime, sino precisamente la otra vida, la cual podrá ser todo lo “otra” que se quiera, pero coincide con “ésta” en lo principal: en ser vida.
La bienaventuanza tiene un carácter biológico, y el día, tal vez menos lejano de lo que el lector sospecha, en que se elabore una biología general, de que la usada sólo será un capítulo, la fauna y la fisiología celestiales serán definidas y estudiadas biológicamente, como una de tantas formas “posibles” de vida.*
Lo que acaece es que ya sobre el plano de la vida, y midiendo desde su altura jerárquica, como de un nivel del mar, se distinguen formas más o menos valiosas de vivir.
En este punto ha sido Nietzsche el sumo vidente. A él se debe el hallazgo de uno de los pensamientos más fecundos que han caído en el regazo de nuestra época. Me refiero a su distinción entre la vida ascendente y la vida descendente, entre la vida lograda y la vida malograda.
Sin la necesidad de recurrir a consideraciones extravitales –teológicas, culturales, etc.- la vida misma selecciona y jerarquiza los valores. Imaginemos entre nosotros una muchedumbre de individuos de una especie zoológica cualquiera; el caballo, por ejemplo. Aun abstrayendo de todo punto de vista utilitario, podemos ordenar esos individuos en una serie gradual, donde cada animal represente una realización más perfecta de las potencias equinas. Si recorremos la serie en un sentido, veremos la vida en su dirección ascendente, esto es, siendo cada vez más vida; si la recorremos en sentido inverso, asistiremos al descenso progresivo de la vitalidad, hasta llegar a la degeneración del tipo. Y entre uno y otro extremo podremos perfectamente marcar el punto en que la forma vital se inclina decididamente hacia la perfección o hacia la decadencia. De ese punto hacia abajo, los individuos de la especie nos parecen “viles”; en ellos se envilece la potencia biológica del tipo. Por el contrario, de ese punto hacia arriba se va fijando el “pura sangre”, el anima “noble”, en quien el tipo se ennoblece. He aquí dos valores, positivo el uno, negativo el otro, puramente vitales: la nobleza y la vileza. En uno y otro juegan actividades estrictamente zoológicas, la salud, la fuerza, la celeridad, el brío, la forma de buena proporción orgánica, o bien la mengua y la falta de estos atributos. Ahora bien; el hombre no se escapa a esa perspectiva de estimación puramente vital. Es urgente dar fin a la tradicional hipocresía, que finge no ver en ciertos individuos humanos, culturalmente poco o nada apetecibles, una magnífica gracia animal. Bien entendido, una gracia animal humana; la gracia del tipo “hombre” en su aspecto exclusivamente zoológico, pero con todas sus potencias especificas, a las cuales en rigor no añade ninguna la cultura. (Cultura es sólo una cierta dirección en el cultivo de esas potencias animales). El vaso más notorio es Napoleón, frente a cuya deslumbrante ejemplaridad vital quieren taparse los ojos beatos de una u otra observancia: el místico y el demócrata.
Es inconcebible la dificultad que encuentran algunas gentes para aceptar la inevitable duplicidad que a menudo lo real nos presenta. Ello es que sólo quieren quedarse con un haz de las cosas, y niegan o enturbian el otro haz contradictorio. Ética y jurídicamente, podrá ser Napoleón un forajido –cosa, por lo demás, no tan fácil de demostrar para quien no se halla inscrito previamente en determinadas parroquias-; pero, quiérase o no, es evidente que en él dio la estructura humana altísimas pulsaciones; el fue, como Nietzsche dice: “el arco con máxima tensión”. No es sólo el valor cultural y objetivo de la verdad quien mide la inteligencia. Mirada ésta como puro atributo vital, su virtud se llama destreza –como no es lo que hace estimable en el caballo la celeridad que usemos de ella para llegar pronto a un sitio prefijado.
No hay duda que la vida antigua se hallaba menos penetrada de valores transvitales –religiosos o de cultura- que la iniciada por el cristianismo y su secuencia moderna. Un buen griego, un buen romano están más cerca de la desnudez zoológica que un cristiano o un “progresista” de nuestros días. Y, sin embargo, San Agustín, que había permanecido largo tiempo inmerso en el paganismo, que había visto largamente el mundo por los ojos “antiguos”, no podía eludir una honda estimación por esos valores animales de Grecia y Roma. A la luz de su nueva fe, aquella existencia sin Dios tenía que parecerle nula y vacía. No obstante, era tal la evidencia con que ante su intuición se afirmaba la gracia vital del paganismo, que solía expresar su estimación con una frase equívoca: Virtudes ethnicorum splendida vitia –“Las virtudes de los paganos son vicios espléndidos”-. ¿Vicios? Entonces son valores negativos. ¿Esplendidos? Entonces son valores positivos. Esta valoración contradictoria es lo más que se ha podido obtener par ala vida. Su gracia invasora se impone a nuestra sensibilidad; pero, a la vez, nuestra aprobación nos sabe a pecado. ¿Por qué no será pecado decir que el Sol ilumina, y, en cambio, lo es pensar que la vida es espléndida, que va estibada hasta los bordes de valores suficientes, como las naos de Ofir bogaban cargadas de perlas? Vencer esta inveterada hipocresía ante la vida es, acaso, la alta misión de nuestro tiempo.
Fuente:
CRUZ MARÍAS, J. Historia de la filosofía. México: Editorial Alianza Mexicana, 1989. pp. 430-432. ORTEGA Y GASSET, J. Obras completas. T. III. Madrid: Revista de Occidente, 1962. pp. 187-196.